21 Gramos
- Abril Comas
- 9 may 2021
- 3 Min. de lectura

Él, que nunca creyó en el alma como algo posible; después de muerto, se sorprendía a sí mismo, colándose en los sueños de los suyos, en una lucha incruenta contra el olvido.
No encontró en la eternidad más gloria que sus ancestros y a su hermano Mario, que murió con cinco años de un mal aire.
- Tranquilo, hijo, a los muertos nos pasa como a los viejos, oyó decir a su madre, aún sin verla, que no queremos estar con otros como nosotros, porque no soportamos darnos cuenta de que somos viejos, ni de que estamos muertos. Queremos la energía de los vivos para esquivar el aburrimiento de la eternidad.
Cuando pudo verla le sorprendió que estaba más ajada que cuando murió, tan joven, que él tuvo que terminar de criar a sus dos hermanos, mientras su padre cumplía pena en un campo de trabajo, por haber defendido la República.
Su pelo era menos negro, menos liso, sin las ondas que conseguía con aquellas tenacillas calientes, instrumento de tortura para alcanzar, más una corrección temerosa de Dios, que la belleza de otros tiempos.
Enmarcaban su ojos negros, y a menudo tristes, por los sinsabores de un matrimonio convertido en martirio, unos pómulos orgullosos, prominentes y siempre bañados con una pizca de carmín para que pareciese que ella también cataba algo, de la poca comida que llegaba a la mesa en aquellos malditos tiempos de posguerra.
Él todavía no se había acostumbrado a la sensación de libertad que le daba la muerte, sin su dolores de viejo, ni sus pies a rastras, detrás de un bastón, ni el peso de su respiración de órgano, que manaba de sus pulmones podridos por el vicio del tabaco desde los once años.
Jamás habría podido imaginar el placer que sintió al desembarazarse de aquel cuerpo infecto, que todos le disputaban a la muerte en el box número tres de la UCI, y llegar a aquel cerro lleno de encinas, alfombrado de hierba fresca y amapolas a los lados del camino.
En la puerta de la casa en la que vivió de niño, su hermano Mario jugaba con un caballo de madera que le talló uno de sus tantos tíos, en los muchos ratos muertos del pastoreo.
Mario dejó el caballo a medio cabalgar en el suelo de tierra que su madre rociaba, cada mañana que amanecía Dios, y no llovía, y él entró en el número dos de la calle del Aire, donde tan felices habían sido, antes de la guerra, anunciando con gran alborozo:
-Ya está aquí, mamá! Ya está aquí!
Al cruzar el dintel vio la cocina de su niñez, donde, en otros tiempos, su madre amasaba pan y ponía a remojo las lentejas que comerían el día siguiente.
- Pasa hijo. Qué alegría! Estoy friendo pestiños para celebrar tu llegada. Hay también café de olla caliente y algo de aguardiente que trajo el tío Paco. Todos están deseando verte.
Había muertos que casi ni recordaba; primos segundos, tías solteronas y recién nacidos macilentos, que en aquel momento recordó que se enterraban envueltos en un trapo, porque los ataúdes blancos con crucecitas en la tapa eran lujos de ricos.
- Al final todos vamos a pudrirnos en la misma tierra. Decía su padre con un cigarro de liar colgándole de los labios y el ojo izquierdo entrecerrado, para defenderse de los vapores del humo, que se los seguía enrojeciendo a pesar de la costumbre.
Se sentó a la mesa, repleta de otros muertos, con hambre de fiesta, y fue feliz unos instantes. De repente su móvil, anacrónico en aquel tiempo, sonó en el bolsillo de su pantalón:
-Papá, gracias por venir a mi sueño. Te echo de menos.
Comentarios