Una de espías.
- Abril Comas
- 8 oct 2022
- 4 Min. de lectura

Salta los dos peldaños del tren y pone pie en el el arcén como un marinero que lleva meses sin pisar tierra.
En la mano izquierda lleva una maleta de cartón, de las que definen a los pobres junto con sus zapatos. Pero sus manos de escultura griega no son las de un campesino ni las de un obrero como pregona aquella maleta vieja: tiene que ser él.
Desde una distancia prudente le disparo las tres palabras acordadas:
- ¿Tiene usted fuego?
Debajo de un sombrero barato, sus ojeras revelan noches largas, mucho alcohol y poco sueño.
Una mirada inquieta se posa en mis caderas y resbala por el nylon de mis medias hasta caer al asfalto donde pisan mis tacones. Vuelve entonces sobre sus pasos, hasta llegar a la redecilla negra que me cubre la mitad del rostro, para averiguar si los ojos que hay detrás son los de una espía.
Deja la maleta y saca de su bolsillo un cuadradito de cartón ilustrado con un chico, negro y sonriente, que sostiene un saxofón en la mano derecha y se sujeta un bombín a modo de saludo con la izquierda. "Bourbon Jazz Club" rezan las letras doradas.
Sin decir palabra arranca el penúltimo fósforo y lo enciende en el reverso de la cajita plana.
Tomo suavemente su mano, con la cerilla prendida, y la guío hasta mi cigarrillo que comienza a arder. Aspiro a fondo.
Él supone que una señora distinguida se sonrojará ante su aliento cercano, pero ninguno de los dos somos lo que parecemos. Noto como le sorprende mi pulso firme y mis ojos serenos que desafían a los suyos. Soplo la cerilla delante de sus labios antes de que la tire al andén, casi vacío para entonces.
Hay un silencio incómodo y por fin su nombre en clave:
- Oliver Philby.
Su voz es granate con tonos ocres, tiene el cielo de agosto en los ojos y los andares errantes de los nómadas del desierto. Su marcado acento inglés, sus profundos ojos azules y su piel clara le delatan a la legua. Esbozo una media sonrisa irónica que le acaba de confirmar que yo soy su contacto.
- Sara Yagüe.
Con los guantes de por medio nos perdemos el tacto de la piel y nos centramos en marcar nuestro estatus en la firmeza del apretón de manos.
- Hay un coche esperándonos.
Señalo la dirección con la mirada, girando hacia la derecha únicamente los ojos.
Comienzo entonces a caminar delante de él sin esperarle. Puedo sentir su mirada en el bamboleo de mi cuerpo. Me vuelvo para comprobar que me sigue y le descubro sonriendo por primera vez desde que bajó al andén.
El jefe de estación sopla su silbato y el sonido de mis pasos hacia la siguiente misión queda sepultado por el aullido del tren que sigue ruta hacia el sur.
El chófer espera de pie junto a la puerta del Aston Martin que permanece al servicio de la embajada del Reino Unido, o lo que es lo mismo a mi servicio y al de mi marido: el embajador.
Armando abre la puerta trasera derecha y me tiende su mano para ayudarme a subir.
Philby entra por la puerta izquierda y celebra con un silbido, algo chabacano, el lujoso interior del automóvil. Me dedica una mueca divertida que le devuelvo elevando las comisuras de los labios y guiñándole el ojo izquierdo en señal de complicidad. Nos reímos abiertamente.
Los ojos astutos de Armando miran ya al frente y durante todo el trayecto solo será para nosotros una gorra de plato sobre una nuca bronceada, fruto de las largas esperas a la intemperie.
Quince minutos solos hasta nuestro destino en las afueras; resulta tan tentador.
Algo no va bien. Los brazos me pesan, mis piernas están entumecidas y me siento algo mareada.
En el peor momento, la sirena antiaérea grita que corramos hacia el refugio más cercano.
Un volantazo de Armando nos deja justo en la diagonal de la avenida, bloqueándola al tráfico.
El corazón me da un vuelco al oír el sonido de lo que parecen disparos. Me quito el guante derecho y desabrocho uno de los botones de mi americana; un líquido tibio y viscoso recorre mi pecho, empiezo a sentir opresión y algo de dolor. Estoy tan aturdida que intento escapar pero mi cuerpo no responde. La sirena es cada vez más estridente y estoy segura de que Philby me ha tendido una trampa.
Noto un golpe en mi ojo derecho. Es la manita de Alex, que cada vez llora más fuerte . Despierto a duras penas y caigo en picado a la realidad.
Ya no hay pestañas postizas, ni rojo de labios, ni galán inglés; Alex y Andrea buscan su toma de las tres con llantos cada vez más agudos. Han despertado también a Manuel, que me recrimina, con un cabreo monumental y una supuesta superioridad moral, que mañana tiene una reunión muy importante y tiene que estar despejado.
- Ana, de verdad, así no se puede. Tu tienes todo el día para vosotros, pero yo tengo que estar fresco para poder rendir mañana. Solo faltaría que me quedase sin trabajo ahora que dependemos solo de mi sueldo.
Miro mis pechos de vaca holandesa que han empezado a mojar el camisón de algodón blanco que me regaló la tía Puri; no es sangre de espía lo que me oprime, son tres horas de fabricar leche sin descanso.
Envidio a Manuel, que sigue en el bufete y además ha ocupado mi despacho porque tiene más luz y mejores vistas.
Y yo, que hace un minuto pensaba que estaba en peligro, cierro los ojos y deseo con todas mis fuerzas volver a intentar correr hacia el refugio.
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