Una habitación con vistas
- Abril Comas
- 28 dic 2022
- 3 Min. de lectura

Cada nueve menos diez de la mañana, de cada día laborable, comienzo a pisar las baldosas del Malecón camino del trabajo. Como un ritual ancestral forjado durante dos años, a la altura del Huerto de los Cipreses, mis ojos vuelan a la imponente silueta de la Catedral, enmarcada por un ficus centenario y un cielo, a menudo raso.
A la altura del río, de frente, me aborda una inglesina doble que empuja una mamá, quiero y no puedo, camino del Conservatorio. Los gemelos llegaron sin avisar y pusieron su mundo Mr. Wonderful patas arriba. Ella perdió el trabajo durante su embarazo de riesgo a los 39 y solo el sueldo de Pedro no da para el piso del centro.
Ya no van de compras con Lola y Javier, ni salen a cenar estrellas Michelín, ni viajan a Malasia con el grupo de amigos que conservan de Maristas. Pero a ella lo que más le duele es que ya no puede permitirse las clases de equitación de Clara.
La mamá avanza cantando, con positividad impostada, una maldita cancioncilla que se queda rebotando en mi cabeza hasta el café de las once.
Hacia las últimas notas, desafinadas por la prisa, surge de la nada un teutón enorme a lomos de una bici al que sigue una miniatura de sí mismo - probablemente mestizo mediterráneo puesto que no ha heredado el desamparo propio de las pieles sajonas, ni el pelo color cobre de su padre - El teutón me dispara una disculpa en español forzado por la distancia imprudente a la que el pequeño vuela a mi lado en su patinete.
Llega el momento de volver la cabeza hacia la izquierda y buscar a Manuel.
Manuel es lo que antes llamábamos un vagabundo. Ahora son personas sin hogar, que suena más quirúrgico y menos bohemio en esta era de piel fina para las formas y tibia para los fondos. Sus ojos, aún de mirada joven, se asoman bajo el mapa del fracaso tallado en su piel con grandes surcos que le recorren, del norte de su entrecejo al sur de sus labios fruncidos por la falta de dientes. El rostro de Manuel sujeta con el estoicismo de Hércules una montaña de años que jamás vivió. Un alumno del colegio que está frente a su guarida le definió en una redacción como un señor sin dientes, que fuma tabaco de liar y bebe vino de tetra brik.
Le descubrí un día que arrastraba mis tacones mientras llegaba tarde al trabajo. Miraba al infinito desde su habitación con vistas: la "rebotica" de un puesto de artesanía - del ancho de dos ataúdes y el alto de cuatro- que le permite no dormir al raso cada noche como tantos otros.
La puerta de la trastienda de los vendedores ambulantes - que ya no son hippies ni nómadas y se protegen de los bohemios auténticos con un candado - la reventó Manuel de dos patadas una tarde de noviembre cuando el frío apretaba y no le quedaba vino que echarse a la boca. Luego la reparó con maderas que escogió cuidadosamente para los huecos que habían dejado sus patadas y volvió a poner el candado en la puerta cuando comprobó que el habitáculo estaba vacío.
Manuel lleva puestos unos mitones que le permiten liar con soltura su tabaco de picadura, ropa sucia de seis días y un gorro lleno de piojos que comparte con dos gatos que se acurrucan a sus pies de octubre a mayo.
Manuel - que podría llamarse Alfonso o Jaime, porque yo no le conozco - esta mañana tiene cerrada la puerta que da al paseo por donde se pavonea lo más granado de esta ciudad de provincias. Mi vista recorre unos metros buscando la razón de su ausencia, para comprobar que lejos de seguir durmiendo, hoy ha abierto la puerta de atrás que da al jardín y se está fumando allí su primer cigarro.
Aunque camino despacio y miro con atención, un punto muerto - cosas de la física - me impide observarle esta mañana gélida. No obstante sé que está: veo el humo salir de la pequeña caseta, sus dos gatos lamiéndose en el único rayo de sol que pinta tres baldosas en el suelo y oigo una tos con cien años de nicotina a sus espaldas. Hoy no puedo ver su hamaca de playa roída por el tiempo y la humedad del río, ni toda la ropa de abrigo que lleva puesta a la vez para pasar menos frío y no tener que llevar bolsas a cuestas si la policía le descubre en un descuido.
Acaban de pasar los siete segundos en los que puedo observarle cada mañana sin que se de cuenta. Otro día que no tengo valor para preguntarle el porqué dio con sus huesos en una habitación con vistas al río.
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