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Anatomía de una bruja

  • Foto del escritor: Abril Comas
    Abril Comas
  • 15 oct 2020
  • 3 Min. de lectura

Actualizado: 27 oct 2020


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Se dio el gusto de llegar tarde a su funeral. Nadie reparó demasiado en ella. Gozaba de la extraordinaria cualidad de elegir cuando desvencijar la paz de una estancia; descolgando las mandíbulas de los caballeros y frunciendo el ceño de las damas, o de fundirse, sin apenas existir, entre la mediocridad de los tristes.


Al final de la estancia vio a su madre junto al ataúd, rolliza y prieta. Amasaba el mismo llanto callado, que cuando trajeron el cuerpo de su primogénito, ahogado en sangre seca, y se lo volcaron frente al dintel de su puerta, como si ella no hubiese criado a un cristiano temeroso de Dios, sino un uniforme lleno de patatas viejas.

Con andares de parsimonia llegó a sus pies y se miró sin prisa. Supervisó cada detalle, que ella misma había elegido para su cadáver perfecto. El broche del pendiente izquierdo había quedado sin terminar de cerrar y la perla lucía algo desabrida, descolgada de la oreja. La medalla al mérito civil sí descansaba, colocada milimétricamente, sobre su pecho izquierdo con su pasador dorado; al que habían resucitado, con un pulido urgente, para la ocasión.


Su rostro, afilado por el rigor de la muerte, parecía, no obstante, destilar toda la paz de la que no disfrutó en vida. Depositó entonces a sus pies, una simple rosa roja y se despidió de sí misma, como cualquiera de las cientos de personas que pasaron, ese diez de marzo, por su capilla ardiente. En el eco de cada uno de sus pasos hacia la puerta de salida, evocó los rostros, serios y marciales, de quienes ocupaban los asientos, de terciopelo verde, a su alrededor desde hacía seis horas. Al llegar a la puerta se giró un segundo, con su anonimato a salvo, e hizo una foto mental del cortejo. Salvo por su madre y su sobrino, cuyo dolor verdadero le arañó las entrañas, no pudo evitar dejar escapar una imperceptible sonrisa irónica, que únicamente notó en el lado izquierdo de sus labios color cereza.


Empezó a recorrer entonces los diez minutos, a buen paso, hacia la parada de metro más cercana, que le llevaría a las afueras. Allí, media hora larga de espera para tomar el autobús hacia el pueblo. De camino a su regreso, se perdió en los detalles del plan urdido, y no pudo reparar en aquel día radiante, ni en las risas de los niños en los parques, ni en los "al tobogán no, que te manchas" de las madres, que apostaban todo al rojo en domingo.


Ignoró a una gitana cenicienta que pedía en la puerta del metro. Bajó deprisa las escaleras de piedra triste, hacia el andén, para alcanzar el vagón que rugía dentro del túnel, avisando de su llegada. Después de tantos años ya casi no recordaba el olor a cerrado, a piedra alquitranada, a sudores de poca ducha y mucha prisa: a sus años de pobreza.

Se situó en la segunda fila del andén mientras el tren frenaba, con un estruendo cochambroso, y un golpe de aire viciado le sacudió la cara. Sintió como el flequillo de la peluca se separó de sus gafas de sol, y el resorte del miedo le llevó las manos al centro de su cabeza para no desnudar su trampantojo.


Arrastrada por una ola de mano de obra barata, que volvía a comer a casa, llegó a un hueco respirable y miró a su alrededor. Ya no había libros en la manos de los viajeros, ni miradas cómplices camufladas en el reflejo de una ventana hecha espejo, ni si quiera ojos perdidos en el vacío. Un rebaño de fervientes súbditos inclinaba la cabeza ante su rey. Los cortesanos sujetaban al monarca con devoción entre las manos, mientras sus pulgares bailaban caóticos sobre pantallas, que les escupían el mundo que cada cuál quería ver.

En ese momento pensó que podría quitarse las gafas, la peluca, y hasta la ropa, y nadie se daría cuenta de que tenían delante a la mujer trending topic del momento, la misma que aparecía reducida a cinco pulgadas en el fondo de sus móviles.



 
 
 

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