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Futura

  • Foto del escritor: Abril Comas
    Abril Comas
  • 25 ene 2021
  • 4 Min. de lectura

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Abrí los ojos, ordené a Alexa desconectar el purificador nocturno y me retiré la máscara de la cara. La tenue luz del techo era de un verde hierba, agradable y fresco, lo que me permitía conectarme a la red de la oficina con mi tarjeta de descanso en regla.

Llevaba días con la señalización en ámbar, así que el tutor médico, que me asignó la empresa, después de la última ola, decidió incluir un ansiolítico suave al aire de mi purificador, para que pudiese rendir a un mínimo del 93%, en lugar del 76% y 64% de los días precedentes.


Apenas llevaba una hora teletrabajando cuando una videollamada, urgente, del centro de hibernación, me alertó y me desconecté, de inmediato, del servidor para atenderla. Había que tomar una decisión sobre Emma.


Durante un tiempo confiamos en las vacunas, pero el virus mutaba más rápido que las variaciones que los científicos introducían en las nuevas versiones.

La cepa finlandesa fue la que destruyó nuestro modo de vida, tal y como lo conocíamos. Era capaz de traspasar las mascarillas ligeras que usábamos hasta entonces. Pasaban tres días desde los primeros síntomas hasta la muerte.


A la puerta de los hospitales se instalaron carpas de triaje. Los primeros días podía acudir cualquiera. Hasta que no hubo posibilidad de atender a las cientos de personas que pedían ayuda cada hora. Algunos morían a la puerta de los hospitales, y demás centros habilitados. Largas colas, que comenzaban en camillas, continuaban en sillas de ruedas y terminaban con cuerpos cetrinos tumbados en el suelo.


Entonces se tomó la decisión definitiva: confinamiento absoluto. El ejército se desplegó con máscaras anti-gas, y se tejieron redes de voluntarios para organizar la recogida y entrega de alimentos entre la población, mediante cartilla de racionamiento.

La calle estaba desierta, las órdenes de disparar a todo aquel que infringiese el toque de queda de 24h. eran tajantes. Sin excepciones.


Cualquier sospechoso de ser positivo, era trasladado, inmediatamente, a los que llamaron

Centros de Supervisión de Síntomas. En pocas semanas se vaciaron edificios oficiales, cuarteles, colegios... cualquier lugar era bueno para encerrar a los apestados. Si había muertos, debía informarse a las autoridades, para que pasaran a recoger el cadáver y llevarlo al punto de incineración colectiva más cercano. Los primeros días la gente se preguntaba qué era aquel humo blanco que salpicaba el paisaje tras los cristales de sus ventanas.


Todo fue muy rápido. En dos meses el 70% del personal sanitario había sucumbido al virus y empezaron a importarse de Japón, los robots cuidadores, que llegaban a cuenta gotas.

Los pocos médicos en activo, los controlaban, remotamente, para cuidar y medicar a los privilegiados, que pudieron acceder a una cama de hospital o comprar uno para casa.


De las cosechas se ocupaban los presos de las cárceles, que hacinados como estaban, eran un nido de contagio constante. Se decidió dispersarlos en el campo, para ocuparse de las cosechas, mientras se buscaba una alternativa química a los víveres tradicionales.


Una empresa bio médica; "Futura", comenzó a ofrecer contadas plazas, en centros de hibernación a precio de oro. A pesar de ello, la demanda no paraba de crecer. Las familias que no tenían otro medio, donaban sus domicilios a "Futura", a cambio de plazas para sus hijos, mientras ellos se desahuciaban en la calle. Con cada vivienda se ampliaba la red de plazas en las que los humanos entraban en un período de espera hasta nuevas soluciones.


Mi hermana Emma era población de riesgo, así que decidió internarse, a la espera de que llegase la vacuna o medicación efectiva, que se esperaba en unos meses. Ella tenía algunos ahorros, así que firmó la modalidad que le permitía restar de su cuenta corriente una mensualidad, mientras necesitase el servicio.


Después de dos años los ahorros se habían agotado. Había llegado el momento de decidir si permanecía esperando y perdía su casa, o vendía su cuerpo, todavía joven, para traspasar los datos cerebrales del magnate de las telecomunicaciones, que se había puesto en contacto con nosotros, mediante "Futura", para hacernos una suculenta oferta.


El lunes, Mr. Brown, al despertar, como era obligatorio, se hizo su test diario en su casa de Londres. Aunque permanecía asintomático, éste dio positivo. Comenzó entonces a buscar desesperadamente un cuerpo huésped, para lo que ahora llamamos el "yo disociado", antes de que fuese demasiado tarde.

Personalidad, recuerdos, sentimientos, experiencias de vida, se trasvasan al cerebro de un cuerpo libre del virus, al cual previamente se le ha hecho un borrado total.

Lo último que nos dijo Emma, antes de entrar a hibernar y dejarnos a su hijo Pablo, confinado en nuestro núcleo familiar, fue que siempre le priorizásemos a él.


A las 11.23 llegó el delegado de "Futura" con un traje de seguridad y máscara de oxígeno, para poder acompañarle al centro de hibernación. Durante el camino sólo podía rogar que la custodia de cuerpos fuese eficiente y ella estuviese en condiciones de decidir por sí misma.


Llegamos a un pasillo donde una puerta corredera de cristal incluía su nombre, en letras grabadas. Nos acercamos, la puerta se abrió. Comencé a hiperventilar y desear con todas mis fuerzas que todo aquello hubiese sido una pesadilla.

 
 
 

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