LA BUTACA
- Abril Comas
- 8 dic 2018
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Mire usted lo que le voy a decir; yo no he tenido nunca un orgasmo de ésos que dicen ahora, ni falta que me ha hecho para tener seis hijos. Y eso que se me murieron dos al poco de nacer y un aborto que tuve cuando trabajaba en el campo. Cosas que nos manda el Señor, porque en cinta de otros tres también estuve en Francia en la vendimia y como robles se me criaron.
En el sesenta y uno nos vinimos a Barcelona a buscarnos el pan. Mi Paco, que en gloria esté, marchó a trabajar a Alemania un año después. ¡Con su contrato de trabajo y todo, eh! No como ahora que vienen doscientos en una patera de ésas y luego, a ver, aquí no hay trabajo para todos y ya sabemos qué pasa. Así que hoy no es como antes que podías andar tranquila por la calle.
También le voy a decir que mucha culpa la tienen ustedes las jóvenes, mire, porque antes las mujeres eran muy decentes. Muy bien tapaditas los domingos a misa de doce y si acaso después un paseo del brazo de tu madre, o al lado de tu novio formal si lo tenías. Siempre con carabina, eso sí, que quien evita la ocasión evita el peligro. ¿Con nosotros? Mi tía Águeda. Menuda era, la “bravía” la llamaban, imagínese usted.
Todavía me acuerdo de la cara de mi Paco cuando me veía llegar con ella del brazo y me da la risa floja. Malo se ponía el pobre, la temía como a una vara verde. En el paseo; que si Paco esa mano, que si Paco a ver dónde le miras a la niña… En el baile; que si Paco no te arrimes, que si Paco sube la mano ésa de la cintura… Que si Paco… y que si Paco... Hasta que un día mi Paco se hartó y se plantó en mi casa a pedirle la mano a mi padre.
¡Usted verá! “Enseguidita” sacó la botella de aguardiente y como unas castañuelas se puso. Una boca menos que alimentar en casa. Siete hijas tuvo ¡siete! y ni un triste varón. Yo creo que no se lo perdonó nunca a mi madre. Pues lo que nos manda Dios, Jacinto, le lloraba ella cada vez que torcía el morro cuando la partera le decía que era otra hembra.
Pues tú que te pasas el día hablando con él, le decía padre, pídele que nos mande carne de jornal y no de dote. No sé “pa” qué tanto rosario y tanta misa si luego no te hace ni caso.
Pero luego nos ha querido a todas mucho. Eso sí, él siempre en su sitio como el cabeza de familia que era. Y nada de papá y esas confianzas que se tienen ahora. ¡Padre y de usted! Y sólo para las cosas muy serias, que ya tenía él bastante con traer pan a casa para tanta boca como allí había. Aunque también le digo que sus chatos en la taberna y su dominó no se los quitaba nadie.
¿Los espermatozoides del padre? ¿Que son los que dicen si es varón o hembra? ¡Viiirgen de la Candelaria! Si es que yo no sé qué es eso. Para mí que todas esas “zarandajas” son las cosas que antes no se nombraban porque eran marranadas. Sólo que ahora lo dicen más fino para que parezca otra cosa. ¿No? No sé yo… Para que se haga una idea hasta que no me casé vivía con miedo de quedarme preñada si me besaba mi Paco con la boca abierta, no le digo más. Pues, sí hija, una lucha cada vez que nos quedábamos dos segundos solos. Las cosas de entonces.
¿El luto, dice? Sí, en noviembre doce años de mi Paco. Pero yo ya no me acostumbro a verme con colorines. Y mire que mis hijos cada dos por tres me dan la murga con que me lo quite pero a mí ya que me metan en la caja de pino vestida de negro. Qué más dará.
De joven sí que me daba mucho coraje lo del luto. Si se daba la ocasión, que era de Pascuas a Ramos, y a mí tía Águeda le sobraba algún retal grande, después de la labor me quedaba dándole al pedal de la SINGER cantando por la Piquer. ¿Sabe usted quién era la Piquer? ¿Sí? ¡Eso mismo, coplas! Pues yo como su abuela, también cantaba cuando limpiaba. Ahora me pone la chica de arriba unos escándalos de músicas que me ponen la cabeza loca. Menos mal que ando medio sorda que si no “apañá” estaba.
A lo que iba. Que cada dos por tres algún tío se nos moría, y vestidito de lunares al armario para un año entero. Y ninguno con herencia, oiga. Para un hermano de mi madre que salió listo y se lo llevaron los curas a estudiar a la capital no se le antoja otra cosa que meterse a monje en un monasterio. Con voto de pobreza, decía ¡”Pa” mear y no echar gota! Si el voto ese lo tenía cumplido desde que nació, angelito. Con lo bien que vivía don Amancio, el cura del pueblo.
¿Sí? ¿Le gusta? Me lo arreglo en la Asun cada jueves. Para cuatro pelos que tiene una habrá que llevarlos un poco “apañaos”. Antes no había tantas cosas como hay hoy. Nos fijábamos las ondas con agua y limón en casa, pero nos quedaban como a las artistas de cine. Sí Señora, con agua y limón. Una miajilla de carmín en los labios y dos pellizcos en las mejillas para que se pusieran coloraillas y se nos quitara la cara de “esmayás” de hambre. No hija, ya la que se pintaba el ojo… mal sendero llevaba.
Y lo guapa que está usted con esa cara lavada. Tanta lagarta como sale cada día en la tele con los morros operados y la cara “pintá” a brocha. ¿Usted se cree que eso está bonito? Lo mismo le digo que con el pelo más largo y una “miaja” tacón la vería yo mejor. Mírala como se ríe.
Mi nieta pequeña va “lo mismito” que usted. Sus vaqueros y sus camisetas, que dice que todo lo demás le estorba y que no le gusta el pelo largo. Y luego se me presenta con un novio, o como se llame eso ahora, con unas greñas como la Pantoja. Pues “pa” no gustarle, se va a hartar de pelos largos, digo yo.
Pero le estaba yo contando lo de Alemania ¿cierto? Si es que se me va la cabeza de unas cosas a otras sin darme ni cuenta. Primero marchó mi cuñado Antonio, el marido de mi Encarna, a una fábrica en Hannover.
En el pueblo pasábamos todos mucha necesidad. Así que se trampeaba como se iba pudiendo. Los hombres camino al campo cuando era tiempo de siega, con aquellas calores que derretían los sesos, que ni los sombreros ni los botijos eran capaces de apaciguar. Unas veces trabajaban a destajo y otras a jornal, pero siempre eran menester muchas fanegas a golpe de hoz para cuatro perras gordas que llevar a casa. Paraban un santiamén para un cacho de pan con chorizo y hasta que se hacía oscuro, figúrese usted.
Cuando no era tiempo de cosecha mi cuñado Antonio, el de mi Encarna, mi hermana la mayor, se llevaba las ovejas del cortijo grande, de monte en monte, a pastorearlas. Se pasaba las semanas sin aparecer más que para llenar el zurrón con algo de pan y lo poquito que quedase de matanza. Un tazón de sopas, de amanecida, y unas migas muchas veces viudas, debajo de una encina era lo “uniquito” que se echaba a la boca. Y mi Encarna y los cuatro críos que tenía pasaban mucha “fatiguita”. Así que en cuanto un primo que tenía allí le consiguió los papeles para el trabajo, el Antonio sacó la maleta de cartón del armario y arreando para Alemania. Y cada mes llegaba como un milagrito el sobre. Que hoy no parece mucho, pero entonces no habíamos visto dos duros juntos en la vida.
Al poco mi Paco llegó a casa un jueves y dijo que se acabaron las penurias del campo, que en Barcelona necesitaban gente para los telares. Y aquí que amanecimos cuatro días después en casa de su tío Hernando. Tres familias vivimos en aquel piso siete meses. Luego nos mudamos de alquiler a un piso “mu chico” pero a tiro de piedra de la fábrica. Hasta que en mayo sacamos los billetes del tren para ver comulgar a mi sobrina Amparo. ¡Y menudo convite, oiga! Que antes esas celebraciones fuera de la iglesia… solo la gente pudiente.
A los tres meses seis hombres del pueblo y mi esposo ya tenían contrato de trabajo y partieron para Hannover. Y empezó a llegar el bendito sobre los días siete del mes corriente. Cada año mi Paco venía a vernos, nos traía algo de dinero y me dejaba hecho otro retoño. Y así los fui criando, yo solita, y no se me han caído los anillos por eso.
No, lo de la vendimia era solo una vez al año. Yo soy modista de siempre ¿sabe usted? A los seis años ya andaba yo quitando hilvanes de los arreglos que hacía mi tía Ágeda. Mi madre me mandó con ella de “aprendiza” para no tener que meterme interna a servir en cualquier casa por cuatro perras y salir de allí madre soltera, como a muchas les pasó.
Y no es por presumir pero aquí, en Barcelona, yo hacía arreglos a casas muy buenas. Cogía el tranvía temprano, que madre mía, había que ir con un cuidado, porque se te arrimaba más de un fresco. Que ellos tendrán sus necesidades, y yo lo entiendo, pero una siempre ha sido muy decente.
Cada semana iba al Paseo de Gracia y cuando no era para acortarle un vestido a la nena de los Puig era para cogerle el bajo del pantalón al Señor Vilalta. ¡Lo elegante y lo guapo que era el Señor Vilalta! Tan alto, con esas manos blancas y cuidadas y esos dedos largos, como de pianista, oliendo siempre a un perfume caro que se traía de sus viajes a París.
Yo me llevaba mi costurero y entraba por la puerta de servicio, como es natural. Pero luego hacía las pruebas en la sala de las visitas, entre lámparas de araña y butacas Luis quince, o dieciséis, ya no me acuerdo qué número decían que eran. Pero estaban tapizadas con terciopelos carísimos estampados con motivos de flores. Y a mí se me iban los ojos a tanto lujo y distinción como allí había.
Se ponían delante de un espejo de cuerpo entero, que yo no sé de qué estilo sería, pero era elegantísimo, con su marco de pan de oro y su luna biselada. Yo me arrodillaba en el suelo para poner los alfileres en los bajos, hacía las pruebas y le tomaba medidas a la señorita Marita cada dos por tres. Porque cada vez que tenía mal de amores se quedaba en los “purititos” huesos, la pobre. Y su madre, que comiera y que sonriera un poco en las fiestas de sociedad que así de flaca y de siesa no iba a conseguir un buen marido antes de los veintiuno.
Entonces ellos iban hablando de sus cosas como si yo no estuviera allí, que una siempre ha sido muy discreta, como debe ser. Que si la Marita tenía edad ya de encontrarle un buen pretendiente, que si el Joanet empezaría medicina como todos los hombres de su familia y que se quitara de la cabeza las ingenierías mecánicas esas, que lo único que les faltaba era ver a un Vilalta pasear por las fábricas llenas de charnegos, aunque fuera un momento, para revisar la instalación de una máquina.
Eso cuando me necesitaban para los arreglos del Señor y me pasaba a primera hora de la mañana. Él se despachaba un zumo de naranja y una taza de café y a la orden de su señora esposa se colocaba delante del espejo cargándose de paciencia, que a los hombres estas cosas no les han gustado nunca. Después se ponía uno de sus mil trajes elegantes de alpaca y salía caminando hacia su consulta en la Calle Aragón.
Para encargos de la Señora o de los Señoritos ya me pasaba por la tarde, cuando doña Eulalia aprovechaba para invitar a un par de amigas y mandaba a la Regina servir el café o el té con galletitas inglesas. Que se quedaban todas allí, porque las señoras comían como pajaritos y sujetaban las tazas con tanta languidez, que más de una vez pensé que alguna se derramaba en la alfombra persa. Sobre todo cuando se sobresaltaban si enteraban por el “Hola” de una boda de postín que no las había tenido en cuenta.
La señora Elisenda se ponía hecha un “basilisco”. Que si ésa se casa en cinta, Eulalia, te lo digo yo, a prisa y corriendo y por eso no nos han dicho nada. Que si lo que no quieren es que las casas de Madrid se enteren de lo que ya se sabía aquí, que volvió muy fresca de Suiza. Que si por Dios Eulalia, que tomaba clases de piano todos los jueves en casa con Aurorita. ¡Y ahora esto!
La paciencia que está teniendo usted conmigo. Las pobres viejas que pasamos mucho tiempo solas no paramos de hablar. ¿Y dice usted que esto es para una revista de mujeres del barrio? Pues no habrá mujeres más leídas que yo que no pisé la escuela nada más que para las cuatro reglas.
Yo sé que todas estas cosas que le cuento no van con los tiempos. Que ahora las mujeres se pasan la vida quejándose y dando la murga con lo de la igualdad y que los hombres tienen que lavar la ropa y planchar porque ellas trabajan. Es que a nosotras nos enseñaron que ser feliz era tener un marido, tener muchos hijos, mejor si eran varones, y tener siempre la casa impoluta por si venían visitas. Que mi madre siempre me decía que nadie puede mentarla a una si es decente y limpia.
Yo que me quedé con las ganas de sacarme el carné de conducir ¡Qué locura! ¿Ve usted? Para que luego me diga que no era moderna. Pero mi Paco no quiso, decía que eso era cosa de hombres, aunque alguna mujer del barrio sí se lo sacó, no crea. Así que el 600 lo conducía él y los domingos por la mañana bajaba yo con un cubo y una esponja al descampado y se lo dejaba como los chorros del oro.
A mí es que me parece raro eso de ver a una mujer haciendo agujeros con un taladro para colgar un cuadro, como en los programas esos que salen en la tele. Así va la cosa, que las mujeres ya dicen que no necesitan para nada a los hombres porque ellas se ganan el dinero y se cuelgan los cuadros solas. A mí me enseñaron que la familia eran un hombre, una mujer y los hijos que Dios quisiera mandarles.
Fíjese que la mitad de los padres de las amigas de mi nieta menor están separados. Pobres criaturas, todos los días de acá para allá con una maleta en la mano. Marear así a los hijos. ¡Qué disparate! En mi época la mujer aguantaba los cambios de carácter de su marido, y aún a las que les daban mala vida, que no eran pocas, lo lloraban en silencio y se quedaban en casa hasta que sanaban, que a nadie le han de importar las cosa de los matrimonios de puertas adentro. Una, delante del altar y del Alítismo, le decía al cura un “siquiero” para siempre. Y para siempre había de ser.
Y ahora en el barrio mismamente, veo de todo. La hija de la Fina y su marido adoptaron una niña china y a los dos años un niño negrito de África. ¿Se imagina usted? Si Dios no ha querido darles hijos pues por algo será. Si otra cosa no, esas pobres criaturitas tienen qué comer y una cama donde dormir, con tantas penurias como se ve en la tele que pasan. Pero que no me digan a mí que se les quiere igual que a la sangre de tu sangre, porque no.
Y si no cuando bajo ayer a comprar el pan y veo a la nieta de la Dolores en un banco dándose un beso con otra muchacha. Ahí, a la vista de todos. ¡Qué poquita vergüenza! Que también le digo que una cosa no me entra en la sesera. A ver cómo es eso de que a una mujer le guste otra mujer pero vestida de hombre. O te gustan los hombres o te gustan las mujeres, digo yo. ¿No es eso así? Porque ya lo demás debe ser vicio. ¡Ah! Pues así será, como usted me lo cuenta, pero a mí eso no me cabrá nunca en la cabeza, hija.
Luego está la Marta, una chica muy educada que es abogada y vive en el bloque de la zapatería, no sé si sabe usted quién es. Igual sí porque me parece a mí que es una de esas feministas como usted. ¡No se me ofenda, por Dios! Que se la ve a usted muy buena muchacha lo mismo que a ella. Es que me ha dicho usted que yo sea sincera con lo que pienso y haciéndole caso estoy. Bueno, pues la Marta se hizo un tratamiento de esos de fertilidad y dos mellizos tiene, de tres años ya. Esos críos, sin un padre… ¿Qué familia van a ser?
Para mí que nos hemos vuelto todos locos. Pero lo que le digo. A quién le importa lo que piense una vieja chocha como yo, que se pasa el día en la butaca mirando la tele. Que nada más que ponen desgracias en el telediario y sinvergüenzas en el “Sálvame”. Menos mal que luego me gusta ver las novelas y se me pasa más rápida la tarde.
¡Yo no, hija! Lo que trabajaba no lo coticé, yo cobro la viudedad de mi Paco, y algo que me ayudaban mis hijos. Pero el mayor se quedó en el paro con eso de la crisis y ya no ha vuelto a trabajar, así que les preparo de vez en cuando unos cuantos “táper” para la semana, que por lo menos coman algo caliente de puchero.
¿Por aquí? De vez en cuando vienen. Antes más, cuando tenían los críos chicos yo me los quedaba cuando se iban a trabajar. Luego ya andan todos muy liados cada uno con sus cosas y sus trabajos. Una visitilla el fin de semana y “andando”. Si es que ya lo dice el refrán: “Parientes y tratos viejos, pocos y lejos”. “Cucha” la gracia que le ha hecho. ¿Nunca lo había oído? Pues verdades como puños dicen los refranes, acuérdese de lo que le digo.
Yo aquí en mi butaca rumio mis pensamientos pero no me meto con nadie. Lo que pasa es que a veces parece como si una ya no encajara en este mundo de locos. Y así se me pasa la poquita vida que me queda, ya ve usted. Lo que dicen de los viejos es verdad, recuerdo sin querer cuando era pequeña y jugaba en la calle a la rayuela con mi hermana Asunción y luego llamábamos a los timbres y salíamos corriendo muertas de risa, y no puedo acordarme si me he tomado la pastilla del corazón hace una hora.
¿Quiere otro café? ¡Qué pena que se tenga que ir ya! Pues mire por dónde, antes de que se vaya le voy a contar un secreto que no le he contado a nadie. A veces sueño que conduzco el seiscientos de mi Paco. Y voy muy deprisa por el camino de pinos que cogíamos para ir a la playa los domingos de agosto. Y entonces sí me entran ganas de ser un poco feminista y que me importe un pito lo que digan por ahí. ¡Ay! que me río y me da la tos, perdone usted. Déjeme que pegue un “buchito” de agua y se me pasa enseguida.

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