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Súbete a mi risa

  • Foto del escritor: Abril Comas
    Abril Comas
  • 19 dic 2020
  • 6 Min. de lectura


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Todos los días eran martes. El traqueteo del autobús agitaba su mala leche con un chorrito de café, a las 7.15. Después de la ducha, desayunaba una especie de pienso, en forma de copos de maíz integral que, según un anuncio, le servirían para prolongar su anodina existencia, en forma de salud intestinal.


Una vez a salvo de las manchas de café y las migas, se quitaba el albornoz y se vestía con ropa, escrupulosamente elegida y planchada la noche anterior. Estudiaba cada prenda con la minuciosidad de un asesino en serie, que no debía dejar más rastro que el de la profesionalidad.


Aquel viernes, que era otro martes más, su plan perfecto según el cual a las 8.15 debía estar sentada en la mesa de la oficina, para revisar su correo antes de que empezase su jornada laboral a las 8.30, se desbarató al grito de "Todos abajo. El autobús está averiado. Esperen en la parada al siguiente".

El aire se llenó de bufidos, improperios y tacos de quienes temían llegar tarde al trabajo, otra vez, porque los cinco minutos más después de la alarma del móvil, se terminaban convirtiendo, por enésima vez, en un : "¡Joder, me he vuelto a dormir!´´


Hacía tres años que Andrea no llegaba tarde a la oficina. Desde que pidió el día para la operación de vesícula de su madre. Al levantarse del asiento para bajar del bus moribundo, torció el gesto y miró el reloj, pero no se permitió siquiera murmurar sus pensamientos.


Recorrió, con el resto de pasajeros, convertidos ahora en peatones, los trescientos metros que les separaban de la parada más cercana. A pesar de los seis grados de aquel febrero, comenzó a sudar, mientras volaba sobre sus tacones, pensando en que el siguiente autobús vendría lleno y tendría que entrar a empujones, si es que lo lograba, y soportar, de pie, el sudor o el aliento de algún espécimen vulgar. Apretó el paso y consiguió llegar de los primeros a una fila, que un señor mayor organizó para evitar el desorden del transvase humano improvisado.


Se abalanzó sobre el primer asiento detrás del conductor, todavía caliente, del que se escabulló entre la gente una diminuta señora de pelo ralo y mirada de rapaz. Mientras tiraba de su bolso, alcanzó a dar gracias por no haberlo perdido entre el tumulto, que se produjo al subir aquellos tres escalones. Ni si quiera pasó su abono transporte por la máquina. Suspiró hondo y miró hacia el frente. El chofer intentaba apagar aquel caos, mientras cerraba la puerta entre los empujones de los pasajeros que se quedarían en tierra.

Visiblemente sofocada, se recogió el pelo en una coleta y un escalofrío le recorrió el cuerpo cuando su cerebro reconoció aquella voz, grave y cálida.


- ¡Andrea! Reconocería esa nuca en cualquier parte. Una risa abierta y sincera se hizo un hueco, entre el aire viciado del bus, antes de acercarse a besarla en las mejillas y rematarla con una mirada felina.

Balbuceó un saludo torpe, que no evitó que Alejandro notase el rubor repentino de sus mejillas, ni su parpadeo rápido y nervioso bajo su sombra Chanel y su máscara de pestañas.


Siete años, dos meses y tres días hacía que le plantó en la esquina de los billares, antes de empezar la universidad. Sus ambiciosos planes de futuro no incluían a un reparador de ascensores, por muy enamorada que estuviese, ni por muy amigo de la infancia que fuese.

Mientras los ojos de él la recorrían golosos, se ensombrecieron Fernando, el ingeniero de telecos, cinco años mayor que ella, el niño de papá amigo de Clara y los infumables dos años y un día que pasó a la sombra de Carlos.


Alejandro halagó su buen aspecto y ella se limitó a sonreírle tímida, mientras recordaba, para sí, los calimochos debajo del puente viejo y su lengua entre el lóbulo de su oreja, que la hacía estremecer. De sus ojos, algo más cansados y enmarcados por lo que ella llamaba, ahora, líneas de expresión en lugar de arrugas, saltó a su boca y allí se perdió en el sonido de las olas que todavía dibujaba su risa.


Fue entonces cuando volvió a escuchar en su mente aquella frase, que él le susurraba mientras la apretaba muy fuerte contra su cuerpo, a la altura de su cara, dejándole los pies indefensos, agitándose lejos del suelo. "Te preocupas demasiado. Ven, súbete a mi risa".


Alejandro comenzaba el ritual rodeándole la cintura con su manos imponentes, y poco a poco iba girando sobre sí mismo, más rápido cada vuelta. Andrea notaba la libertad de su melena al viento, una especie de brisa fresca le desarmaba y tiraba de las comisuras de sus labios hacia el el cielo, hasta arrancarle una carcajada, borracha de niñez, y comenzaba a gritar entre la risa: " ¡Para, para, que me mareo!".


Ya en el suelo, ella le cabalgaba los labios a horcajadas, le mesaba los rizos desordenados sobre su cara y callaba. Solo entonces la paz se le asentaba en el pecho, el tiempo justo de morirse junto a la cremallera de su mono de azul.


Advirtió que sus pensamientos no le dejaban escuchar el relato que el desconocido, que fue su vida entera durante años, intentaba transmitirle sobre la situación actual del resto de la pandilla. Así que, inconscientemente volvió a erguirse en el asiento, echando sus hombros hacia atrás y levantando ligeramente su barbilla. Cuando volvió a su papel de exitosa ejecutiva de empresa multinacional, su risa se había convertido en aquella mueca diplomática que adoptaba con empleados, clientes y compañeros de trabajo. Se dio cuenta, y se lamentó, de que esos pocos minutos de recuerdos, la habían hecho sentir viva por primera vez en años.


Quiso volver atrás en el tiempo, pero Alejandro, que hablaba todo lo que ella callaba con los labios y gritaba con la mirada, le puso los pies en la tierra de un zarpazo.

- "Voy a recoger el coche al taller. Ya sabes, puesta a punto antes de unas vacaciones en familia. Yoli es muy maniática con la seguridad cuando vamos con los niños, y más si es en invierno."


Yoli y niños saliendo de la boca de Alejandro hicieron que Andrea abriera los ojos de más, sin poder disimular su sorpresa. Pensaba que ella solo sería una sustituta pasajera. Siempre había estado loca por él y aprovechó la ocasión de sus horas bajas para conseguirle.

Pero jamás creyó que durase. Se le atravesó en la garganta un: a ver si hacemos un día un café, por los viejos tiempos, y tragó saliva antes de convertirlo en un falso: "Cómo me alegro que sigáis juntos y...con niños!


En su plan quinquenal para ascender en la empresa no cabían los niños. Llegaría en todo caso a tener uno, antes de que los años la incluyeran en la categoría de embarazo de riesgo, si es que encontraba a la pareja adecuada.


Mientras Alejandro le enseñaba, casi con pudor, una foto de familia en el móvil, ella revivía las interminables noches, en hoteles de cinco estrellas alrededor del mundo, esperando un amanecer que la llevara a superar su propio récord de ventas. El éxito profesional, por el que tanto luchó contra todos los elementos, termino traicionándola y peleándole los instintos.


Alejandro señalaba a cada niño y le ponía nombre para que pudieran existir para ella. En la imagen rodeaba a Yoli por la cintura, con una mano, mientras la otra le disputaba al viento su cabello indomable, para que no tapase su cara en el retrato de familia.

Hacía dos semanas que un hombre le tocó el pelo por última vez a Andrea, pero él no sonreía. Entre la reunión de las dos y la de las cinco bajó al spa a por un masaje sacro-craneal que un hombrecillo asiático ejecutó asépticamente sobre su cuerpo.


- "Se os ve muy bien" dijo Andrea con un velo de derrota en la mirada.

- "A tí también. Pareces un pez gordo, justo lo que querías" Ahora la despedida de los billares se dibujó en los ojos melancólicos de él.

- Bueno, no es tan.....

- ¡Ostia, que me paso de parada! Danos un toque, si te apetece, algún día que vengas al barrio a ver a tus padres y aviso a todos para una birras.

- ¡Claro!

Alejandro zigzagueó deprisa, entre la gente, hasta la puerta, que ya estaba abierta, para perderse entre la multitud y dejarla huérfana de pasado y con mil sensaciones dolorosas a flor de piel que no podía permitirse en la reunión con el Consejo de Administración.


Suspiró, reprimió una lágrima, y sacó de su Louis Vuitton un lexatin, que depositó debajo de su lengua, hasta que diluyó todos sus estúpidos sueños y absurdas emociones, volviendo a convertirla en la autómata eficaz, que no podía permitirse el lujo de sentir más que orgullo y ambición.





 
 
 

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