Un minuto de gloria
- Abril Comas
- 1 mar 2020
- 3 Min. de lectura
Siempre anheló verse en la tele, pero nunca imaginó que fuese así. Observó con curiosidad su cuerpo, que yacía bajo una de esas mantas isotérmicas que evocan tragedia. El viento le salió al quite y una ráfaga díscola levantó la sábana de aspecto espacial para que todos viesen su cara ensangrentada y él, por fin, tuviese su minuto de gloria. Un policía se apresuró a envolverlo paternalmente cuando vio, en la cara del cámara que tenía enfrente, un pulgar hacia arriba indicando a la reportera, de medidas perfectas y nariz operada, el orgullo de un primer plano del rostro del fiambre. Aunque quiso disimularlo, durante el directo, se le dibujó la risa de las hienas al olor de la caroña fresca.
Daniel observó durante lo que le parecieron siglos su cara inerte y se dio cuenta de que en sus cuarenta y dos años de vida jamás se había visto con una expresión más plácida y serena que la que le regaló la muerte. Sintió aquella paz en el pecho que conocía de oídas, que creía que existía pero que jamás alcanzó por no poder cumplir su deseo de ser alguien en la vida.
En el colegio quiso ser delantero pero la pelota se le escurría como un pez, en el caso de que algún compañero errase el pase y el esférico terminase en sus zapatillas. Terminó como portero, nulo de vocación, y con el mote de "el paquete" que le acompañó primero al instituto, más tarde en su vuelta al colegio como conserje tras el accidente de moto y se acabó instalando en casa, sin permiso, para quedarse a vivir.
Después de los cinco años nadie volvió a llamarle Daniel, más que su madre. Viuda de Comandante, de expediente intachable, condecorado con la Cruz al Mérito Militar, al que el chiquillo siempre le pareció, efectivamente, un paquete. Demasiado enclenque de cuerpo y espíritu como para ser siquiera la sombra de su hermano mayor, voluntario en la guerra del Golfo.
- Qué sabrás tú, enano. La guerra es para los hombres de verdad. Tú no podrías ni cargar con la mochila al trote más de media hora, mucho menos te iban a dejar un arma. Estaríamos listos contigo "paquete".
Después de aquella enésima humillación en la sobremesa de Navidad tomó la decisión.
En los momentos de rabia pensaba en hacerse asesino en serie. Pero Dios no le había dotado ni de la inteligencia necesaria para trazar tan complejos planes, ni de la enorme constancia que requería esperar meses, quizás años, para ver el resultado de su macabra obra en la cara de su hermano y demostrarle de lo que era capaz.
Además, a quién quería engañar, él no podría hacerle daño a una mosca aunque lo intentara y la vida se le había hecho demasiado pesada como para seguir peleando por metas ya perdidas.
Eligió el día después del atentado en la terminal. La cadena pública anunciaba desde la mañana la entrevista definitiva para comprender las claves del suceso. Manuel Hernández, que se había convertido en el mayor experto nacional en terrorismo islamista, era el hombre más perseguido por la prensa. Su orgullosa madre avisó a todas las vecinas y familiares para lucir vástago en prime time.
Pero Daniel tenía otros planes, por fin sería protagonista. Camuflado por su aspecto de don nadie, se coló en la azotea del estudio y cuando su hermano llegó, en un coche negro con chófer, a la puerta del edificio, voló. Desplegó unas alas que nunca tuvo y sobrevoló la sonrisa de su madre cuando sopló su primera vela en una tarta, el olor a tabaco de su padre, cuando le tomaba en sus rodillas, mientras leía el periódico los domingos y escuchó contar hasta diez a Manuel mientras él estaba escondido detrás del sofá. Y volvió a ser para siempre solo Daniel.

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