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Cinco Sentidos

  • Foto del escritor: Abril Comas
    Abril Comas
  • 18 jun 2019
  • 3 Min. de lectura

Bajaba de la moto y entraba con el casco puesto. Cinco pasos desde la puerta al mostrador. María vocalizaba sin sonido: "un segundo" y terminaba de atender a la clienta de turno antes de recoger el paquete del día. Llevaba seis meses entrando a "Tejidos Serra" y seguía sintiéndose igual de fuera de lugar que el primer día. Temía rozar los rollos de telas, ordenados por colores, que vestían la estancia. Solía quedarse junto a la vitrina de los tocados, sin comprender muy bien quién, ni porqué necesitaba ponerse algo así en la cabeza en ocasión alguna. Permanecía allí muy quieto aferrado al paquete como un naúfrago a una tabla durante la tormenta.


Sus franjas reflectantes y los rótulos de la empresa de mensajería en su uniforme causaban estridencia entre tanta armonía. Aprovechaba la columna tras la vitrina para pasar lo más desapercibido posible, sobre todo para María. Ese segundo que ella le pedía al entrar era la puerta a su secreto paraíso artificial.

Disfrutaba una vez más, en la sombra, de la forma en la que ella se mordía el labio inferior, cuando se concentraba en dibujar con sus manos el fruncido de una manga o los pliegues de una falda ante una clienta expectante. Él aprovechaba su ensimismamiento para recorrerla sin prisa, paladeando cada uno de sus rasgos. Una mirada que volaba entonces libre de sus labios voluptuosos a su nariz orgullosa, y se posaba después en las cándidas pecas de su frente diáfana. Hoy era verde, la caprichosa cinta de raso que abrazaba sus rizos rebeldes y los llamaba al orden.


Él solo podía pensar en cómo sería enredar sus burdos dedos, durante un segundo, entre la suavidad de su pelo y tirar de un extremo del lazo para desnudar su melena y convertirla así en una cascada que se derramase sobre su pecho agitado. Ante esa imagen la boca se le secaba, los labios se le entreabrían y se le volvían de mármol.

La convertía entonces en una muñeca de papel recortable y mentalmente le arrancaba su vestido de casto algodón y la vestía con las sensuales telas que invadían el mostrador en ese momento. Su voz cálida solía acariciar sus oídos cada vez que ofrecía a la clientela crepé azul para una falda midi o una pieza de vicuña para un traje de caballero. Pero hoy sus manos se transparentaban entre encaje y seda negros, para lo que se convertiría en un liguero en el taller de costura de doña Elsa. Notó galopar el pulso en su cuello, no podía evitar parpadear desbocado. Respiró hondo, o quizá suspiró, nunca sabría que fue exactamente, y se abandonó a su suerte.


Imaginó bucear entre un mar de tul para buscar el tesoro del encaje que abrazaba para él su minúscula cintura y se le erizó la piel con solo imaginar el vaivén de las olas de sus caderas. Soñaba con saborear cada pliegue de su piel bajo el mar de su falda, embriagarse de su olor salobre e invocar la lluvia que desatase la tormenta. Deseo jugar al escondite entre transparencias, vaporosidades y ajustes mientras ella componía, sin siquiera hilvanes, únicamente con sus delicadas manos, una falda de tafetán a una cacatúa pretenciosa.

Caía como un pájaro de barro a la realidad cuando sonaba el móvil de campanillas en la antigua puerta de madera labrada hacía décadas. Tomaba conciencia de que se llevaba de allí un tejido que nunca vio en la tienda, pero que a solas, en su diminuto apartamento le apretaba el cuello igual que el collar de un perro perdido.


Ignorando su desdicha María le mostraba su media sonrisa traviesa, le indicaba que se acercase, con un gesto inequívoco por la fuerza de la costumbre. Dos pasos de la vitrina al mostrador. Desde allí podía apreciar su olor único, a canela y jazmín, y notaba como toda la sangre del cuerpo se le concentraba en las mejillas, cuando ella le miraba condescendiente como si pudiese leer todas sus ansias ocultas.

Tres palabras después de firmar en la diminuta pantalla de plasma todo había terminado: "Recibido! Hasta mañana"


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